Por Obispo Joseph Kopacz
Lázaro, Marta y María eran hermanos, buenos amigos de Jesús, quien vivió en Betania, a poca distancia de Jerusalén. La muerte de Lázaro, registrada sólo en el Evangelio de Juan, atrajo a Jesús y a sus discípulos a Betania a la sombra de Jerusalén y con el espectro de su propia pasión en el horizonte.
Muchas fuerzas están presionando a Jesús y están a punto de fusionarse con la muerte de un querido amigo.
Jesús no estaba inmediatamente disponible cuando Lázaro murió y él y sus discípulos estaban frente a una difícil situación. La escritura declara expresamente que Jesús amaba a Lázaro a Marta y a María y su deseo de estar con ellos es comprensible. Sin embargo, uno de sus discípulos, hablando por el resto, lo disuadió de ir recordándole que habían muchos que lo odiaban, y que tratarían de atraparlo y matarlo. A un nivel más profundo Jesús sabía que la muerte de un querido amigo iba a revelar la profundidad de su identidad de tal forma que no habría vuelta atrás.
Vida y muerte, amigos y enemigos, amor y odio, dolor y esperanza se arremolinaron alrededor de Jesús y fuera de esta olla de presión, él ora en voz alta y tan intensamente que el cielo y la tierra se movieron. En la tumba de Lázaro, con lágrimas en sus ojos, su oración al Padre revela el amor que es más fuerte que la muerte. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por el bien de la multitud que me rodea para que crean que tú me has enviado”. Marta ya había profesado en conversación con Jesús que él es la resurrección y la vida y su oración es que todos podemos hacer este salto de fe.
Seguidamente Jesús gime y grita, “Lázaro, sal afuera”. Con la aparición del hombre muerto la obra salvífica de Jesús, en nombre de su amigo alcanza su culminación, “desátenlo y déjenlo ir”.
Este año, el evangelio de Lázaro se proclama este fin de semana, el quinto domingo de Cuaresma, una semana antes del inicio de la Semana Santa. También nosotros estamos a la sombra de Jerusalén con la conmemoración de la pasión y muerte de nuestro Señor en el horizonte. Ante la sombra de la muerte queremos anunciar que Jesucristo es la resurrección y la vida, y que a través de él, con él y en él, nuestra oración es siempre escuchada. Ante la luz de la cruz y la resurrección, queremos saber que a través de la fe Jesús nos desata y nos hace libres.
¿Cuáles son las fuerzas en nuestra vida que nos esclavizan o nos atrapan comprometiendo o destruyendo nuestra libertad? ¿Dónde necesitamos el poder de Jesús para restaurarnos y liberarnos? Cuando estaba a punto de resucitar a Lázaro de la muerte hacia la vida, Marta le dijo, “Señor han pasado cuatro días, va a sentirse un mal olor”. San Ignacio de Loyola, el fundador de los Jesuitas, entendió tal olor cuando dijo “hay un olor a pecado”. ¿Qué pecado en nuestras propias vidas cambia el aire fresco de la luz de la fe? ¿Han sido cuatro días, cuatro años, o posiblemente 40 años?
Nuestro camino durante la Cuaresma, marcado por la oración, el ayuno y la limosna, es un caminar que hacemos con el Señor a fin de conocer una mayor libertad a través del perdón de nuestros pecados o para conocer una mayor libertad al superar la parálisis de espíritu dictada por el miedo, la duda y la vergüenza.
A veces hay fuerzas más sutiles en el trabajo que nos esclavizan. En su Exhortación Apostólica, “La alegría del Evangelio”, el Papa Francisco hace referencia a estas corrientes de muerte espiritual. “El gran peligro en el mundo de hoy impregnado por el consumismo, es la desolación y la angustia nacida de un corazón complaciente y codicioso, la febril búsqueda de placeres frívolos y una ruda conciencia.
“Cada vez que nuestra vida interior queda atrapada en sus propios intereses y preocupaciones ya no hay espacio para otros, no hay lugar para los pobres. La voz de Dios ya no se escucha, la serena alegría de su amor ya no se siente y el deseo de hacer el bien se desvanece… Esa no es una forma de vivir una vida digna y realizada, no es la voluntad de Dios para nosotros, tampoco es la vida en el Espíritu que tiene su fuente en el corazón de Cristo resucitado”.
Esclavizados de esa manera, nunca podremos conocer realmente la alegría del Evangelio. “Desátalo y déjalo libre”. Tales palabras, que vienen del corazón de Dios, revelan la profundidad del amor de nuestro Señor por todos nosotros y su deseo de destruir lo que nos sepulta. Una vez que seamos libres podemos conocer la alegría del Evangelio y la voluntad de Dios para nosotros y para el mundo y podemos desplegarnos en la luz del día.