Por Obispo Joseph Kopacz
Cuando llegó la fiesta de Pentecostés todos los creyentes se encontraban reunidos en un mismo lugar. De repente, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde ellos estaban. Y se le aparecieron lenguas como de fuego, repartidas sobre cada uno de ellos”.
El deseo de Jesús de prender fuego en el mundo se desató. Recordamos sus palabras apasionadas en el evangelio de Lucas, Capítulo 12:49. “Yo he venido a prender fuego en el mundo; y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo!” Estas palabras del Señor no deberían amenazarnos como una forma de castigo divino similar al fuego sulfuroso que consumió Sodoma y Gomorra tal como se ha registrado en el relato bíblico del libro de Génesis. Es más parecido a la experiencia en el Monte Sinaí, el solidificado momento en la relación entre Dios y los Israelitas donde Moisés recibió los Diez Mandamientos. “Todo el Monte Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre él en medio del fuego”.
La revelación de Dios en el Monte Sinaí dio a conocer el amor apasionado que Dios tenía por los Israelitas, el pueblo escogido por la alianza. Dios le asegura a Moisés que su misericordia se desplazaría hasta miles de generaciones, o como podemos entender, para siempre. La misericordia de Dios se iba a convertir en la supervivencia de Israel a través de la boca de los profetas. Recuerden el mensaje consolador de Isaías en la época del exilio. Pero Sión dijo: “El Señor me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado” ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no tener ternura por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”.
El fuego del Espíritu Santo en Pentecostés es el cumplimiento del fuego que forjó la alianza de amor con los Israelitas. El pueblo de la Nueva Alianza nacido en la cruz sangrienta y reconciliado en la resurrección de los muertos, salió del cenáculo a anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, la encarnación de la misericordia de Dios. El fuego que Jesús tan ardientemente deseada estaba ahora ardiendo. La revolución había comenzado y continúa en nuestros días.
La segunda parte de la trilogía, El hambre de los juegos, fue estrenada el pasado mes de diciembre. Está titulada, Fuego Fascinante, y claramente tiene una sensación de Pentecostés. Esta cautivadora novela relata la historia de un pueblo que apenas sobrevive bajo el yugo de un sistema totalitario. Cada año dos personas son elegidas de entre los doce distritos de la sociedad los cuales deben ir a la capital a luchar a muerte, con un solo sobreviviente. Se trata de una versión moderna del Coliseo romano con el doble propósito de controlar las masas y entretener al pueblo frívolo del capitolio.
Pero la insaciable hambre de libertad se abrió paso en el primer segmento de la Trilogía cuando la heroína, Katniss Everdeen, ofreció una chispa de humanidad a través de las lágrimas y un gesto de respeto que se convirtió en el símbolo de la revolución. El fuego comenzó, y no puede ser saciado. Un régimen despiadado ya no podía sostenerse a sí mismo. Un momento de Pentecostés, ¿podríamos preguntar?
La revolución que comenzó en ese primer Pentecostés fue la Buena Noticia de Jesucristo que vino a superar la tiranía y la opresión del pecado que es un cruel capataz. Es la misericordia y la gracia de Dios que nos pueden llevar a arrodillarnos, pero en un instante nos levanta y restaurar a la dignidad de los hijos e hijas de Dios. Sin lugar a dudas apartarse del pecado y aventurarse en el camino de la vida, no es tarea fácil.
En el primer Pentecostés, la gente se preguntaba ¿qué es lo que hay que hacer hermanos? Pedro respondió: “Arrepiéntanse, y sean bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo por el perdón de sus pecados. Y recibirán el don del Espíritu Santo”. En los momentos de gracia, el viento fuerte y el fuego purificador del Espíritu busca despejar los ídolos de nuestras vidas. Este no es un encuentro con Dios de una sola vez y ya. Es una tarea de limpieza de toda la vida porque a los ídolos les gusta tomar residencia. El Becerro de Oro, construido por los Israelitas en su impaciencia y dureza de corazón, sigue viviendo y solo lo podemos destruir en el fuego del amor apasionado de Dios.
El viento impetuoso y eterno fuego de Pentecostés, junto con la sangre de los mártires, eventualmente arrasó al tiránico Imperio Romano de la etapa de la historia. El poder de Pentecostés no puede ser contenido. O como escribió San Pablo, “no hay encarcelamiento de la Palabra de Dios”.
Todos hemos recibido el don del Espíritu Santo por medio de la fe y el bautismo marcándonos para siempre como hijos de Dios, hermanos y hermanas del Señor y templos del Espíritu Santo. La constante llamada en nuestras vidas no es sólo para despejar a los ídolos que nos separan de Dios y de los hombres, pero también para avivar en fuego el don que recibimos cuando fuimos bautizados.
No se puede cocinar con una luz piloto y tampoco se puede vivir el Evangelio sin un ardiente deseo de hacerlo, un don de Dios. Que nuestro encuentro diario con el Señor inspire en nosotros la alegría del Evangelio y una manera de vivir que lleve la Buena Nueva hasta los confines de la tierra, comenzando con el espacio que ocupamos en el mundo de Dios.