Por Obispo Joseph Kopacz
A medida que esta temporada de Navidad se desarrolla con el anuncio de la Encarnación, podemos saborear una vez más la alegría de nuestra salvación. Es el camino del discípulo, siguiendo fielmente el camino, la verdad y la vida, Jesucristo, el Señor. La Anunciación, la Visitación, el nacimiento del Señor, la alabanza de la Hueste celestial, la visita de los pastores, la estrella que guió a los magos, todos son momentos de gracia que nos dirigen a la gloria de Dios.
Cuando echamos una mirada al cielo durante estos majestuosos días, al mismo tiempo estamos plantados en la tierra, donde encarnamos la alegría del evangelio en la carne y la sangre de nuestras vidas. Miremos a la Virgen Madre, la primera discípula del Señor que modela para nosotros el camino de un discípulo.
Su encuentro con el ángel Gabriel revela una mente y corazón abierto a Dios, que la afirma como la primera evangelista, quien con alegría lleva al Salvador en su corazón y en su cuerpo. De tres minutos a tres días después del encuentro con el Arcángel Gabriel es probable que tuviera fijada su atención y su corazón en este gran misterio.
De tres días a tres meses, estaba experimentando el crecimiento de la nueva vida dentro de ella, y haciendo planes con José para vivir su vida juntos. Tres meses más tarde, estaba de camino a lo largo de las montañas de Judea en ruta para ayudar a su anciana prima Isabel que estaba más avanzada de su embarazo con Juan el Bautista.
Con la escena de la Visitación ante él, el Papa Francisco amorosamente llama a María nuestra Señora de la Prontitud. Ella es una mujer que está en paz con la llamada del Señor en su vida e inspirada a servir. Su resplandor era tan palpable que el bebé Juan salta de alegría en el vientre de su madre. Podemos sentir el corazón de la evangelización en este encuentro de María e Isabel. Encarnaba una alegre prontitud a servir ya que llevaba al Señor dentro de ella, el que vino a no ser servido sino a servir. Isabel y su hijo podían fácilmente sentir esto y regocijarse en la presencia del Señor. La alegría es contagiosa. María a su vez se alegra: “Mi alma proclama la grandeza del Señor, mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador”.
Qué regalo tan valioso para todos nosotros estimar como discípulos del Señor. La paz y la alegría son frutos o signos vivos del Espíritu Santo vivo en nosotros a través de la fe. Consideren la profunda alegría de María cuando sostenía al niño Jesús en sus brazos durante y después de la visita de los pastores que vieron la gloria de Dios en el rostro del niño en el establo. El evangelista San Lucas nos dice que una vez que los pastores vieron al Señor, ellos también se convirtieron en evangelistas. Mientras tanto, “María apreciaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.”
No todos nuestros días y la experiencia nos deja contentos, pero la alegría del evangelio se extiende mucho más allá de la felicidad. Es la constante sensación de la presencia de Dios aún cuando las nubes de la oscuridad y la duda, y la tristeza y el sufrimiento nos envuelve. En estos tiempos tenemos que recordar que Emanuel, Dios con nosotros, es el Señor que siempre está cerca, asegurándonos de la presencia amorosa de Dios. Incluso cuando las nubes de la muerte habían oscurecido la última noche de Jesús en la tierra, él todavía podía rezar para que su gozo estuviera en sus discípulos para que el gozo de ellos fuera completo.
Nosotros nunca podemos minimizar el horror de los sufrimientos del Señor y su muerte por crucifixión, ya que devastó a sus discípulos. La Virgen que había abrazado al niño Jesús en sus brazos, ahora sostenía el cuerpo quebrantado de su hijo a los pies de la cruz. En este mismo sentido, nunca podemos minimizar el poder del pecado y la vergüenza para que arruine la vida de Dios dentro de nosotros. Sin embargo, no podemos subestimar el poder de la resurrección a través de la cual el Señor sanó y facultó a sus discípulos para la misión de evangelizar a las naciones.
Cuando estaban apiñados en el miedo y la vergüenza a puertas cerradas él se les presentó para concederles el perdón y la paz. Su sufrimiento y el de ellos, esas heridas sangrientas de cuerpo y alma se convirtieron en la fuente de la nueva vida. “Los discípulos se alegraron cuando las dudas se disiparon de sus corazones al recibir la paz del Señor y su misión comenzó cuando sopló en ellos la vida del Espíritu Santo diciendo que “como el Padre me ha enviado, también yo os envío”. Este fue el momento de Pentecostés en el evangelio de Juan.
La última imagen bíblica que quiero recordar es la del día de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Aquí tenemos otra vez a María, pero esta vez no orando en silencio recibiendo el saludo del ángel, o acariciando a su hijo recién nacido en un establo, ni sosteniendo un quebrantado cuerpo sin vida, pero con una comunidad de fe esperando en gozosa esperanza por el poder que vendrá de lo alto. Este fue el segundo nacimiento para ella, para la iglesia, y para nosotros, cuando el Espíritu Santo nos capacita para conocer las insondables riquezas del amor de Dios. Ellos no estaban decepcionados cuando el viento impetuoso del espíritu y las llamas del amor de Dios los abrazó. Ni nosotros nos sentimos decepcionados al tomar la antorcha de evangelización en nuestra generación.
Las palabras de la Beata Teresa de Calcuta toman el mandato de Jesús: “Ustedes son la luz del mundo; una ciudad en lo alto de una colina no se puede ocultar. Ustedes no pueden ocultar su carácter cristiano. El amor no se puede ocultar más que el sol en el cielo. Cuando ustedes hacen obras de amor, cualquier tipo de buen trabajo, ustedes son observados. Es como tratar de ocultar una ciudad como para ocultar a un Cristiano. Todo cristiano debe estar abierto a ser visto de acuerdo al propósito de Dios para dar luz en la casa”.
Durante la temporada de Navidad María nos enseña que la obra de la evangelización puede ser un estado estable en nuestras vidas. Cada vez que nos reunimos para celebrar los sagrados misterios, nos saboreamos en la gloria de Dios, en el poder de lo alto, y oramos para que nosotros, como María, podamos estar dispuestos a proclamar la grandeza del Señor, y dispuestos a vivir, a amar y a servir como discípulos en el camino de la salvación. ¡Feliz Navidad!