Por Padre Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.
“… fruto de un momento de impaciencia que me tocó vivir … y me arrepiento!”
Confieso de inmediato, que esta reflexión fluye de otro momento en mi larga vida sacerdotal, cuando toda la gracia santificante que me concede el Espíritu Santo no fue lo suficiente persuasiva para contenerme. Fallé y ni San Judas Tadeo (¡el Santo de los imposibles!), me pudo ayudar.
Lo comparto pues bien sé que somos unos cuantos a los que el intercambio humano, desafía con frecuencia y pone a prueba el tesón de nuestra paciencia. Que conste, que, desde la dimensión de la fe, yo sé que la paciencia es el 4to de los frutos del Espíritu Santo. Pero pienso que los Santos fueron Santos, precisamente porque supieron integrar ese regalo del Espíritu Santo en momentos duros y difíciles de sus vidas.
Mirándome al interior y cuestionando dónde quedó mi virtud de tolerancia, de aguante en esos momentos de atoramiento, me doy cuenta de que el asunto de perder mis estribos no es un problema de vida espiritual propiamente hablando. Mi falta de paciencia está toda envuelta en asuntos más psicológicos que espirituales. Y eso es muy personal. Otros se aguantan donde yo fallo. Otros fallan donde yo me aguanto. Lo que trae a relucir otra dimensión del comportamiento humano que es el entorno, o sea, lo cambiante de las circunstancias. Pero vayamos por pasos.
Mi carácter, fruto de mi temperamento, tiene mucho que ver con mi capacidad de manejar mis emociones. Usualmente, la falta de paciencia delata una cierta intolerancia en situaciones que no responden a mis expectativas. “¡No se supone que me traten así!” “¡Pero eso no fue lo que acordamos!” “¡Es que ya no lo soporto!” Y esto, solo como una muestra de posibles sentimientos y expresiones, no necesariamente verbalizadas, que vienen a la mente. Todo eso, conectado con un sentimiento más solapado, que podríamos identificar como orgullo personal. Es un grado de arrogancia lo que lleva al sentimiento de lo que yo merezco o no, (en inglés es el famoso “self-righteousness”). Si hay algo en la vida espiritual que no toleramos con facilidad, es el descubrirnos faltos de humildad. La ironía en la búsqueda de esa virtud tan elusiva es que entre más suplicamos al Señor que nos conceda humildad, más orgullosos estamos de ser tan humildes.
El orgullo en el contexto del comportamiento humano es el mecanismo de defensa más común que delata inseguridad o miedo de no saber manejar adecuadamente alguna situación, especialmente, en la cuestión de las relaciones interpersonales. El orgullo aflora con mayor incidencia en aquellos de nosotros que tenemos alguna posición de autoridad. Inseguros al fin, nos sentimos vindicados por la fachada del poder en nuestra posición privilegiada de autoridad. Los Sacerdotes, Políticos, Profesores, Agentes al servicio del bien común, (e.g. Policías, Médicos, etc.), somos particularmente vulnerables a la arrogancia. ¡Y todo esto a modo muy sutil, … sin grandes dramatismos, por supuesto!
Cualquier situación que se desarrolla en el intercambio humano, especialmente en lo imprevisto o espontáneo, se presta para una reacción inapropiada de “juego de poder”. Evidente posiblemente con mayor frecuencia, en ámbito del trabajo. Ahí es donde algún supervisor o personal a cargo, se enfrenta a uno bajo su autoridad que es más capaz que el que tiene el mando. Ocurre también en un salón de clases, cuando un estudiante brillante, espontáneamente comenta sobre algún error cometido por el profesor. Si el que está a cargo, se siente amenazado por un “inferior”, la intolerancia surge naturalmente. ¡Eso también es falta de paciencia!
Mencionamos anteriormente, que reacciones de intolerancia surgen inesperadamente en lo cambiante de las circunstancias. Ejemplos más comunes, podrían ser en la carretera, en lo insufrible de la congestión de tráfico. En el supermercado, en algún lugar público, dondequiera que haya que hacer fila para ser atendido. En el hogar, allí donde se fragua la convivencia de la faena diaria familiar, la falta de paciencia abunda. Notable es la tensión que con tanta frecuencia se desarrolla entre Papi y Mami, cuando su adorado bebé se convierte en “le enfant terrible”. El adolescente rebelde que en su insuficiencia e incapacidad de manejar lo cambiante de su vida, atormenta la vida de los adultos que lo aman. Con frecuencia, triste admitirlo, ocurre que algunos miembros de la familia deciden huir ante el riesgo y continua amenaza del ambiente del hogar ya contaminado con la conocida tensión de las alteraciones, enojos y rechazos entre familia.
Desde la dimensión de fe, y precisamente porque somos hombres y mujeres de fe es que debemos seguir creyendo que podemos lograr superar los obstáculos que nos impiden vivir la paciencia. La tolerancia en aceptación de aquello que no podemos controlar ni cambiar, es lo que seguimos tratando de lograr. Sin duda, seguiremos viviendo momentos indeseables que retan nuestra capacidad de aguante. Cuando la paciencia se queda corta, es cuando la esperanza de superación personal debe de hacerse “larga”.
De gran ayuda e inspiración es la plegaria de la Serenidad de los Alcohólicos Anónimos que reza a manera abreviada:
“Dios concédeme la serenidad
de aceptar las cosas que no puedo cambiar
el coraje para cambiar las que sí puedo,
y la sabiduría para conocer la diferencia”
(El padre Domingo Rodríguez Zambrana, S.T. Es columnista de varias publicaciones de las arquidiócesis de Newark, New Jersey; San Juan, Puerto Rico; y la diócesis de Rockville Center, New York. Es el vicario de los Siervos Misioneros de la Santísima Trinidad. Ha sido presidente del Consejo Nacional Católicos de Pastoral Hispana (NCCHM) y vicepresidente de la Asociación Nacional de Sacerdotes Hispanos (ANSH). El padre Domingo nació en Puerto Rico y residente en California. Con más de cincuenta años de sacerdocio es buscado como orador y motivador para eventos católicos, retiros, misiones y conferencias.)