Por Padre Gustavo Amell, ST
CANTON – La pandemia del COVID-19 ha sido, sin lugar a duda, uno de los grandes y desastrosos eventos del siglo XXI. En sus inicios muchas personas no le dieron la atención o la importancia que merecía, y hasta consideraban que se estaba exagerando la situación. Se pensaba que ya habíamos pasado por otras enfermedades y esta también iba a pasar pronto. Además, vimos que el virus estaba en lugares muy lejanos, y que eso era un problema más de ellos que nuestro.
Sin embargo, comenzamos a ver como las cosas en cuestión de unos días se empeoraron enfermándose personas incluso muy cercanas a nosotros: en el trabajo, en la Iglesia, en nuestras familias, etc. Nuestras comunidades sufrieron la sacudida de una pandemia que cobró la vida de muchas personas de nuestras comunidades.
La respuesta de la Iglesia
La respuesta general de los líderes de las Iglesias fue de comenzar a cerrar los templos, acatando las recomendaciones de los gobernadores y mandatarios políticos de cada país. Estábamos frente a una crisis de salud pública, y lo más importante en esos momentos era salvaguardar la vida de todas las personas.
- Todos los templos debían cerrarse.
- Los programas parroquiales comenzaron a cancelarse.
- Las misas solo debían transmitirse de manera virtual.
En mi opinión, y reflexionando un poco en nuestra respuesta, creo que como Iglesia pudimos responder mejor en términos pastorales. Sabemos que las celebraciones virtuales eran en cierta manera una forma de llegar al pueblo, una forma de continuar orando, fortaleciendo y consolando a los creyentes. Sin embargo, mostró muchos aspectos donde debemos mejorar como Iglesia. Si lo analizamos, la Eucaristía es un banquete donde compartimos y nos alimentamos del Pan de la Palabra y del Pan Eucarístico, y usualmente no invitamos a una persona a un banquete para que nos vea comer. Este fue el caso de las celebraciones de la Santa Misa virtuales, donde le pedíamos a la gente que se conectara, y aunque se hacía una comunión espiritual, ellos veían como solo unos pocos participaban y comían del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
Todo esto llevó a un malestar, ya que la gente no se estaba alimentando espiritualmente con los sacramentos. Muchos veían los cierres de los templos como una falta de fe de la Iglesia y de los líderes religiosos que ponían en duda el poder de Dios para poder controlar o sanar un virus. Otros comenzaron a protestar y decían: “devuélvanos la misa”, como si hubiese sido secuestrada. En las redes sociales, predicadores tanto católicos como protestantes comenzaron a hacer afirmaciones del virus, diciendo que había sido inventado por el Nuevo Orden Mundial para controlar al mundo, para hacer una limpieza y controlar la sobrepoblación mundial. Otras personas comenzaron a ver esto como una muestra concreta de la ira de Dios, y comenzaban a utilizar textos y citas bíblicas acomodadas para hablar de que se estaban cumpliendo ciertas profecías. Todo esto de una u otra manera ha afectado al pueblo de creyente que se siente debilitado, abandonado, y hasta desprotegido. Esto solo desde el ámbito eclesial.
En otros campos sociales, la pandemia de igual manera comenzó a hacer estragos. Desde el ámbito familiar, social, político, económico, se comenzó a ver como afectaba la economía, los planes de trabajo gubernamentales, el sistema de salud, y en definitiva cada circulo y núcleo de nuestra sociedad. Uno de los más afectados fue la familia. Comenzaron a subir los índices de intolerancia y violencia intrafamiliar, los índices de divorcio, y los conflictos familiares se dispararon, y la pérdida de seres queridos que perdieron la batalla contra el virus.
¿Qué aprendimos de esta pandemia?
Sin embargo, todo momento de crisis es una oportunidad de cambio. Al pasar los días y los meses, y al volver las cosas a una cierta normalidad, toda esta situación tiene que ser reflexionada y dialogada para ver que debe mejorarse y qué debe fortalecerse. Si regresamos a hacer las cosas como antes, entonces no aprendimos nada. Es por esto, que, creo que hay algunas preguntas que son muy importantes que nos hagamos para reflexionar: ¿Qué aprendimos? ¿Qué nos retó? ¿Qué necesitamos mejorar?
- El virus nos mostró la vulnerabilidad del ser humano quien se cree dueño y señor del universo. Lo irónico es que un pequeño microorganismo nos confrontó con nuestras limitaciones y con nuestra fragilidad. Muy a pesar de tantos avances tecnológicos y adelantos científicos se nos mostró que no estábamos preparados para una crisis de tal magnitud.
De igual manera, este virus nos enseñas que la naturaleza tiene una libertad que a veces no comprendemos, llamándonos a reflexionar sobre la importancia de vivir como parte del medio ambiente, y no como los dueños de él. Como seres humanos pensamos que todo tiene que girar en torno a nosotros, y que tiene que satisfacer nuestras necesidades y cumplir nuestros estándares. La naturaleza tiene su propia inteligencia, su propio tipo de libertad, y cuando la utiliza, nos asusta y nos puede llegar a desestabilizar.
- Mostró primordialmente dos actitudes del ser humanos: una positiva y una negativa:
- Hubo personas que comenzaron a preocuparse solo por ellas mismas, por tener lo necesario ellos y los suyos. Comenzamos a ver gente peleando por papel higiénico, comida, etc. De igual manera, en nuestras comunidades, escuchábamos sobre personas que no se cuidaban y se exponían con la excusa de: “de algo me tengo que morir”, o “después que no me dé a mi y a mi familia todo está bien”, mostrando de esa manera la falta de empatía hacia otras personas, especialmente con los más vulnerables.
- A la misma vez se comenzó a ver doctores, líderes religiosos y políticos, y muchas personas tratando de animar, apoyar, ayudar a todas las personas afectadas. Se comenzó a dar mensajes de aliento y de esperanza en las distintas comunidades. Mostró la solidaridad y la empatía con personas que perdieron sus seres queridos.
- Somos unas personas híper-mega-conectadas. No podemos seguir pensando que vivimos en una burbuja alejados de los demás y que lo que le pase a uno no puede afectarle al otro. Esto chocó con el individualismo de muchas culturas, especialmente con la cultura de este país. Nos confrontó con la realidad de que somos una comunidad de seres humanos por más que nos preocupemos de hacer divisiones por colores, razas, religiones, etc. Somos seres sociales, somos seres en comunidad, y lo que le afecta a uno puede tener consecuencias en los demás. Esta visión no pone en el centro del evangelio: somos una familia, la familia de los hijos de Dios.
- Aprendimos que la Iglesia no son los templos, sino es el pueblo de Dios. Nuestros templos estaban vacíos, pero la gente seguía llamándose, oraba, rezaba el rosario, etc. Esto nos ayudó a abrir más nuestro sentido de Iglesia, de que todos conformamos la Iglesia. Nos dio un sentido más amplio de corresponsabilidad: todos somos responsables del bienestar y la salud de la comunidad en la que nos encontramos. Esto no es simplemente tarea de los sacerdotes, religiosas o ministros, sino de todos.
- Aprendimos a adaptarnos a los cambios en la liturgia: no saludo de la paz, la comunión en la mano, a omitir algunos cantos de la misa, a tomar la distancia, el uso del gel anti-bacterial, etc. Esta adaptación fue necesaria para proteger nuestra vida y la de los demás. Nos movió a utilizar herramientas virtuales como el Internet. Hace 10 años atrás era impensable que íbamos a estar utilizando Facebook o Zoom u otras plataformas para reunirnos o para transmitir las celebraciones litúrgicas. En momentos críticos como los que hemos vivido, el internet y las redes sociales nos ayudaron a permanecer conectados y unidos en la oración, aún desde la distancia.
Hacia donde nos dirigimos
- Somos una Iglesia en otra etapa nueva: una Iglesia pos-pandemia. Nuestra preocupación ahora es como volver a congregarnos de una manera segura, sin poner en riesgo la vida de otras personas, y como invitar a regresar a aquellos que se fueron y ya no vieron. Esto lo vamos a lograr si respondemos al presente y no simplemente nos quejamos del pasado, diciendo que antes venían más personas. Debemos preocuparnos por invitar nuevamente aquellas personas y familias que se alejaron, que se encerraron y que ya no han regresado a congregarse en nuestra comunidad. Esas personas deben ser parte de nuestra prioridad.
- Hacer nuestro duelo por las personas que perdimos.La perdida de un ser querido es un golpe fuerte. Sin embargo, como cristianos confiamos y creemos en la esperanza de la resurrección. No nos dejemos cegar por nuestro dolor. El llorar es bueno, y hasta saludable. Pero cuando nos encerramos en nuestro dolor, y no dejamos de llorar, nuestras lágrimas no nos permiten reconocer a Jesús resucitado. Y esas lágrimas nos van a mantener con los ojos puestos en el sepulcro. Y cuando eso sucede, entonces seguiremos en el circulo del dolor. ¿Cuál es la mejor manera de rendir honor y tributo a la memoria de las personas de nuestra comunidad que fallecieron? ¿Qué enseñanzas nos dejó él que podemos practicar en comunidad?
- Hay que reconocer que necesitamos una Iglesia compasiva (Lc 10, 25-37). Esto nos recuerda que estamos llamados a sentir el dolor de las otras personas que sufren, y salir al encuentro de ellos, sanar y vendar sus heridas, socorrerlos hasta sacrificar muchas veces nuestra propia comodidad. Esta realidad nos mueve a pensar en formas concretas de ayudar a las personas afectadas por la pandemia. Durante este tiempo ha crecido el numero de gente con depresión, ansiedad, divorcios, problemas familiares, etc. Cuán importantes es que estas personas sientan la presencia de Dios en sus vidas, una voz de aliento, una voz de ánimo en estas circunstancias tan difíciles.
- Oren unos por otros. La oración fortalece y alimenta a la comunidad. Es muy importante que oremos los unos por los otros en nuestra oración personal. Usualmente oramos y agradecemos por nosotros mismos, nuestras familias, y familiares. Sin embargo, es importante orar por tu comunidad más grande: por tu comunidad parroquial, por la Iglesia, por nuestros países, por nuestros líderes religiosos y políticos, etc.
Dentro de la liturgia, uno de los grandes regalos que tenemos es la oración de los fieles: oramos por la Iglesia, por los gobernantes, por los enfermos, por los difuntos, por nuestra comunidad. El orar por nuestra comunidad nos hará más sensibles a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas.
- Perdonen. Hagan del perdón una herramienta básica en las relaciones humanas. Y durante esta pandemia, el estrés, la crisis mundial, desempleo, y muchos otros factores, pudo habernos llevado a herirnos unos a otros. Y a veces nos aferramos a las cosas que alguien nos hizo, nos dijo, que nos hirieron o nos lastimaron. Sin embargo, es importante que pongamos en práctica el mandato de Jesús de perdonar siempre (Mt 18, 15-22). El perdón no es de nosotros, el perdón es de Dios. Nosotros por nuestra propia cuenta no podríamos perdonar cosas que otras personas nos han hecho. El perdón a menudo lo entendemos como ese momento de catarsis, donde lloramos y nos desahogamos. Sin embargo, el perdón es un proceso donde yo decido que lo que otra persona me hizo o me dijo no siga afectándome en mi vida. Es dejar de permitir que el rencor y el resentimiento sigan habitando en mi.
En el contexto de familia o de Iglesia es importante perdonar a la pareja, a los hijos, a los padres, a los sacerdotes, a los ministros, a los servidores, o alguna persona que nos haya herido para que nuestro malestar o enojo nos afecte a nosotros y a toda la comunidad. Cuando guardamos resentimiento y rencor, entonces nos auto envenenamos. Pero si por el contrario, buscamos sanar nuestras heridas, entonces estamos respondiendo al mando evangélico de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos.
Preguntas para reflexionar
- ¿Cuáles fueron las bendiciones recibidas durante este tiempo de pandemia? ¿Cuáles fueron los retos?
- ¿A qué me está invitando Dios en este momento concreto de mi vida?
- ¿Cuáles pueden ser algunos de los compromisos concretos que puedo hacer para ayudar a mi comunidad durante este tiempo de la pos-pandemia?