Nuestro yo inquieto

EN el exilio
Por Padre Ron Rolheiser
Durante los últimos años de su vida, Thomas Merton vivió en una ermita fuera de un monasterio, con la esperanza de encontrar más soledad en su vida. Pero la soledad es algo ilusorio y siempre se le escapaba.
Una mañana sintió que por un momento la había encontrado. Sin embargo, lo que experimentó fue una sorpresa para él. Resulta que la soledad no es un estado alterado de conciencia o una sensación elevada de Dios y de lo trascendente en nuestras vidas. La soledad, tal y como él la experimentó, era simplemente estar en paz dentro de tu propia piel, agradecidamente consciente y respirando en paz la inmensa riqueza dentro de tu propia vida. La soledad consiste en dormir en intimidad con tu propia experiencia, en paz allí, consciente de sus riquezas y maravillas.

Padre Ron Rolheiser, OMI

Pero eso no es fácil. Es raro. Rara vez nos encontramos en paz con el momento presente dentro de nosotros. ¿Por qué? Porque así estamos hechos. Estamos sobrecargados para este mundo. Cuando Dios nos puso en este mundo, como nos dice el autor del Libro del Eclesiastés, Dios puso la «intemporalidad» en nuestros corazones y por eso no hacemos fácilmente las paces con nuestras vidas.
Lo leemos, por ejemplo, en el famoso pasaje sobre el ritmo de las estaciones del Libro del Eclesiastés. Hay un tiempo y una estación para todo, se nos dice: Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de recoger lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar … y así continúa el texto. Después de enumerar este ritmo natural del tiempo y de las estaciones, el autor termina con estas palabras: Dios ha hecho que cada cosa se adapte a su tiempo, pero ha puesto la intemporalidad en el corazón humano, de modo que los seres humanos no están sincronizados con los ritmos de las estaciones de principio a fin.
La palabra hebrea utilizada aquí para expresar «atemporalidad» es Olam, una palabra que sugiere «eternidad» y «trascendencia». Algunas traducciones al español lo expresan así: Dios ha puesto un sentido de pasado y futuro en nuestros corazones. Tal vez esto sea lo que mejor refleja cómo experimentamos esto en nuestras vidas. Sabemos por experiencia lo difícil que es estar en paz en el momento presente porque el pasado y el futuro no nos dejan en paz. Siempre están coloreando el presente.
El pasado nos persigue con canciones de cuna medio olvidadas y melodías que desencadenan recuerdos sobre el amor encontrado y perdido, sobre heridas que nunca han cicatrizado, y con sentimientos incipientes de nostalgia, arrepentimiento y deseo de aferrarse a algo que una vez fue. El pasado no deja de sembrar inquietud en el momento presente.
¿Y el futuro? También se empala en el presente, asomando como promesa y amenaza, reclamando siempre nuestra atención, sembrando siempre ansiedad en nuestras vidas y despojándonos siempre de la capacidad de simplemente descansar en el presente.
El presente siempre está teñido de obsesiones, angustias, dolores de cabeza y ansiedades que poco tienen que ver con las personas con las que nos sentamos a la mesa.
Filósofos y poetas le han dado diversos nombres. Platón lo llamó «una locura que viene de los dioses»; los poetas hindúes lo han llamado «una nostalgia de lo infinito»; Shakespeare habla de «anhelos inmortales», y Agustín, en el nombre quizá más famoso de todos, lo llamó una inquietud incurable que Dios ha puesto en el corazón humano para impedir que encuentre un hogar en algo menos que lo infinito y eterno – «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Y así, es raro estar tranquilamente presentes en nuestras propias vidas, descansando dentro de nuestras propias pieles. Pero este «tormento», como lo bautizó T.S. Eliot, tiene una intencionalidad divina, un propósito divino.
Henri Nouwen, en un pasaje notable, nombra tanto la lucha como su propósito: «Nuestra vida es un breve tiempo de espera, un tiempo en el que la tristeza y la alegría se besan a cada instante. Hay una cualidad de tristeza que impregna todos los momentos de nuestra vida. Parece que no existe una alegría pura y clara, sino que incluso en los momentos más felices de nuestra existencia percibimos un matiz de tristeza. En toda satisfacción, existe la conciencia de las limitaciones. En cada éxito, está el miedo a los celos. Detrás de cada sonrisa, hay una lágrima. En cada abrazo, la soledad. En toda amistad, la distancia. Y en todas las formas de luz, está el conocimiento de la oscuridad circundante. Pero esta experiencia íntima en la que cada pedacito de vida es tocado por un pedacito de muerte puede llevarnos más allá de los límites de nuestra existencia. Puede hacerlo haciéndonos mirar con expectación hacia aquel día en que nuestros corazones se llenarán de una alegría perfecta, una alegría que nadie nos arrebatará».
Nuestro corazón inquieto nos impide dormirnos en el fuego divino que llevamos dentro.

(El padre oblato Ron Rolheiser es teólogo, maestro y autor galardonado.)