Por Obispo Joseph R. Kopacz, D.D.
El Papa Francisco, siguiendo la tradición de los papas modernos, ha realizado visitas pastorales por todo el mundo. Ha reunido a millones en las playas de Brasil y los campos abiertos de Filipinas, y recientemente, un millón y medio de peregrinos acudieron en masa a Portugal para la Jornada Mundial de la Juventud. Pero ha habido reuniones mucho más pequeñas que no son menos extraordinarias. Hace unos años, durante la pandemia, el Papa Francisco realizó una visita pastoral al condado vecino de Irak, la primera de su tipo, para animar a la Iglesia y orar por la paz, en esta nación que sufre devastada por la guerra. En Mosul, antiguamente ocupada por ISIS, el Papa proclamó: “Hoy, sin embargo, reafirmamos nuestra convicción de que la fraternidad es más duradera que el fratricidio, que la esperanza es más poderosa que el odio, que la paz es más poderosa que la guerra.” Estas palabras resonaron en todo el mundo.
Cuando septiembre amaneció sobre el mundo, el Santo Padre viajó mucho más al este que Irak, volando 10 horas a través de Asia, incluso sobre el espacio aéreo chino hasta Ulaanbaatar, la capital de Mongolia, para proclamar el Evangelio, celebrar la Eucaristía y comprometerse con el gobierno, la sociedad cívica y los líderes ecuménicos e interreligiosos con palabras de fe, fraternidad y solidaridad.
Inmediatamente después de aterrizar, era obvio que el Papa Francisco se había ido a sus amadas márgenes de nuestro mundo y de nuestra fe católica. No fueron cientos de miles para recibir su caravana, sino como doscientos. A la Misa de clausura de esta visita pastoral en el Steppe Arena de Ulán Bator asistieron aproximadamente 2,500 personas, casi todos los 1,500 católicos de Mongolia, junto con 1,000 peregrinos adicionales de todo el mundo.
Sin embargo, durante este tiempo de renovación eucarística, el Papa dio un excelente mensaje sobre el hambre y la sed de toda la humanidad cumplidas en el Evangelio.
Con las palabras del Salmo responsorial oramos: “¡Dios mío, tú eres mi Dios! Con ansias te busco, pues tengo sed de ti; mi ser entero te desea, cual tierra árida, sedienta, sin agua.” (Sal 63:2) Somos esa tierra seca sedienta de agua dulce, agua que pueda saciar nuestra sed más profunda. Nuestro corazón anhela descubrir el secreto de la verdadera alegría, una alegría que incluso en medio de la aridez existencial, pueda acompañarnos y sostenernos. En lo profundo de nosotros tenemos una sed insaciable de felicidad; buscamos significado y dirección en nuestras vidas, una razón para todo lo que hacemos cada día. Más que nada, tenemos sed de amor, porque sólo el amor puede verdaderamente satisfacernos y brindarnos plenitud; sólo el amor puede hacernos felices, inspirar seguridad interior y permitirnos saborear la belleza de la vida.
“Queridos hermanos y hermanas, la fe cristiana es la respuesta a esta sed; lo toma en serio, sin descartarlo ni intentar sustituirlo por tranquilizantes o sustitutos. Porque en esta sed reside el gran misterio de nuestra humanidad: abre nuestro corazón al Dios vivo, el Dios de amor, que viene a nuestro encuentro y nos hace hijos suyos, hermanos y hermanas unos de otros.”
La culminación de la homilía del Papa Francisco fue el corazón de nuestra forma de vida como discípulos del Señor.
“Este, queridos hermanos y hermanas, es seguramente el mejor camino: abrazar la cruz de Cristo. En el corazón del cristianismo hay un mensaje asombroso y extraordinario. Si pierdes tu vida, si la conviertes en una generosa ofrenda de servicio, si la arriesgas eligiendo amar, si la conviertes en un regalo gratuito para los demás, entonces volverá a ti en abundancia y serás abrumado por alegría infinita, paz de corazón, fuerza y apoyo interior; y nosotros necesitamos paz interior.”
En sus espontáneas palabras al final de la Misa, el Papa hizo una asociación sublime entre la espiritualidad eucarística y la lengua mongol. “Me acordé de que en el idioma mongol la palabra “gracias” proviene del verbo “regocijarse.”
De hecho, la Misa es nuestra gran oración de acción de gracias mientras nuestros espíritus se regocijan en Dios nuestro Salvador, quien en Jesucristo derramó su vida por nosotros en un acto de amor eterno.
El Papa Francisco continuó diciendo que “celebrar Misa en esta tierra me recordó la oración que el padre jesuita Pierre Teilhard de Chardin ofreció a Dios hace exactamente cien años, en el desierto de Ordos, no lejos de aquí. ¿Qué hacía el Padre Teilhard de Chardin, SJ en Mongolia? Se dedicaba a la investigación geológica”.
El Papa recordó que su hermano jesuita deseaba fervientemente celebrar la Santa Misa, pero le faltaba pan y vino. Así, compuso su “Misa sobre el Mundo”, expresando su oblación con estas palabras: “Recibe, oh Señor, esta hostia omni abarcante que toda tu creación, movida por tu magnetismo, te ofrece en la aurora de este nuevo día.” Este sacerdote, a menudo incomprendido, había intuido que “la Eucaristía siempre se celebra de alguna manera en el altar del mundo” y es “el centro vivo del universo, el núcleo rebosante de amor y de vida inagotable.”
Para los más de 3 millones que no son católicos en Mongolia y para miles de millones en todo el mundo, Francisco de Roma tejió un patrón maravilloso con Jesucristo, por quien, y para quien todas las cosas fueron hechas, (Colosenses 1:16), la Eucaristía y el mundo.