Por Obispo Joseph Kopacz
Hace casi dos semanas, a medida que la oscuridad comenzaba tarde en el mediodía cuando cambió la hora y perdimos una, surgió en mí esa sensación de aprensión que se repite cada año cuando la oscuridad devora la luz diurna al final del día. Es esa sensación insistente que produce la restricción de la luz del día. Tengo la reacción de que no hay suficiente tiempo; que pasa demasiado rápido.
Por supuesto, estamos muy agradecidos por la hora extra a la llegada del amanecer, pero de manera realista, no abre muchas puertas prácticas. Sin duda estamos seguros de que extrañamos la luz diurna al otro extremo del lado práctico de nuestro día para hacer mandados, lo cual puede verse obstaculizado.
Sin embargo, en forma paradójica, la oscuridad puede arrojar luz de maneras significativas. Durante el mes de noviembre, en la tradición de nuestra iglesia a medida que la oscuridad se asienta, proclamamos de muchas maneras que efectivamente la vida es corta y que no tenemos aquí ciudad permanente. (Hebreos 13:14) Esta respuesta es sicologícamente sana y espiritualmente segura porque la vida y Dios pusieron nuestra mortalidad ante nuestros sentidos, y como gente de fe la Palabra de Dios nos recuerda que nuestra ciudadanía está en el cielo. (Filipenses 3:20) En la fe, nuestro tiempo en la tierra es el prólogo a la vida eterna.
Sin embargo, no es fácil afrontar nuestra mortalidad porque el impulso natural más fuerte que tenemos como seres humanos es la auto preservación y la preservación de aquellos que amamos. Cuando la vida es amenazada el temor y la ansiedad se revuelven y probablemente vamos a luchar o huir, a atacar o a escondernos debajo de las cobijas. Pero nuestra fe en el Señor Jesús, crucificado y resucitado, puede romper a través de nuestros instintos naturales con la paz que el mundo no puede dar.
En las propias palabras del Señor escuchamos, “el miedo es inútil, lo que se necesita es confianza”. (Lc 8:50) La confianza es posible porque el Señor nos ha dado un regalo. “La paz os dejo, mi paz os doy”. (Jn 14:27) La paz del Señor es su gracia, su amor, el don del Espíritu Santo, que es el anticipo y promesa de la vida eterna.
Esta vida abundante es de la que escribe San Pablo en su carta a los Romanos como el Espíritu de adopción que nos lleva desde la esclavitud del temor a la familia de Dios, a quien invocamos como Abba, Padre. (Romanos 8:15) ¿Qué regalo más grande puede haber en esta vida? “Gracias a Dios que nos ha dado la victoria en Cristo Jesús”. (2Cor 2:14)
Hay muchos en nuestra familia de fe, en nuestra familia natural, amigos y vecinos, y muchos otros que nos pueden enseñar lo que realmente importa en la vida. Noviembre y los próximos meses puede agudizar nuestros sentidos espirituales para saber que “sólo hay tres cosas que son permanentes, la fe, la esperanza y el amor, pero la más importante de todas tres es el amor”. (1Cor 13:13)
Los santos, especialmente los mártires que inauguraran el mes de noviembre, son enseñanzas vivas de lo que significa morir a uno mismo a fin de que la semilla de mostaza del Reino pueda crecer en nuestro mundo. Los mártires tenían un asombroso amor por Dios y por los demás y una capacidad inextinguible para hacer la obra de Dios en este mundo, y sin embargo, “su amor por la vida no los hizo disuadir de la muerte”. (Apocalipsis 12:11) Con San Pablo, ellos podrían decir, “vivir es Cristo, el morir es ganancia”. (Filipenses 1:21) Una pequeña dosis de esta poción te lleva a un largo camino.
Muchos en nuestra vida personal son ahora parte de la eternidad. Es nuestra fe llena de esperanza y oración que ellos forman parte de esa nube de testigos que se reúnen alrededor del trono de Dios. Oramos por ellos, ya que la oración nunca se ofrece en vano, especialmente para aquellos que continúan siendo lavados por la sangre del Cordero, en el purificado y amado fuego del Espíritu Santo.
Sabemos muy bien que el purgatorio no es un lugar, como nuestros 50 estados, sino un estado del ser donde el pecado y el egoísmo son transformados en la luz y el amor de Dios. Dado que este es un recorrido eterno en Dios que ya ha empezado en esta vida, no hay momento como el presente, este día, para responder a la gracia de Dios y seguir al Señor con más fidelidad. El tiempo es precioso y está pasando por cada uno de nosotros, sin embargo, es abrazado por la eternidad. Nuestra fe y nuestra esperanza inspiran la convicción de que existe la vida eterna y que nuestro destino es estar con Dios para siempre.
El Señor Jesús, con gran respeto, observó a la viuda en el templo colocando sus dos centavos en el tesoro del templo, todo lo que tenía para vivir. También nosotros solo podemos vivir un día a la vez, y podemos vivirlo con amor, con generosidad, y de forma creativa cuando lo ofrecemos a Dios, sin dejar nada fuera de nuestra vida. Ella predijo al Señor quien procedió a darlo todo en la cruz, el signo eterno del amor. El paso del tiempo es un constante recordatorio para vivir sabiamente, para abrazar la cruz y para morir al pecado y al egoísmo cada día con el fin de producir el fruto del evangelio, de acumular tesoros en el cielo.
Para aquellos que están afligidos en este momento a causa de la reciente o prematura muerte de un ser querido, especialmente un niño, que nuestra oración por ellos sea que sufran con esperanza, bañados en la paz y la promesa de Jesucristo, el primogénito de los resucitado de entre los muertos. Qué podamos acompañar a aquellos que se están muriendo con la confianza de que lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno. (2Cor 4:18)
Qué a través de los ojos de la fe, podamos ver más allá de las crecientes sombras y tinieblas, que la eternidad ya ha comenzado para nosotros cuando seguimos al Señor quien es el camino, la verdad y la vida. “Tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencido de la realidad de las cosas que no vemos”. (Hb 11,1)